El campamento “Nueva Esperanza” es quizá -entre otras- la ‘postal’ más ingrata de Paine. Por más de una década, ese precario asentamiento de ‘casas’ paridas por la desigualdad ha albergado a más de una treintena de familias que, recién hoy, ven más cerca la posibilidad de acceder a una vivienda digna.

A la vista y por obvio, no ha sido fácil para quienes allí encontraron “la solución” a la falta de techo. Al frío, la precariedad y quien sabe cuántas otras penurias, se suma la incertidumbre de ser desalojados de un terreno (propiedad de la Empresa EFE), que ha estado presente siempre, como cada trémulo paso del ferrocarril.

“Esto es una toma y aquí no se vive tranquilo, pues el miedo siempre está en que nos echen y quedarnos sin casa, sin techo”, dice Dominga (33), quien llegó a vivir allí hace 12 años. Hoy sostiene a sus dos hijos de 11 y 13 años con lo que “gana” como temporera. Cuando nos abre las puertas de su mediagua nos dice que está “en la cereza” y que “hoy hice tres cajas”, por las que ganó 7.mil quinientos pesos.

La inquietud que Dominga dice sentir recorre a todas las familias allí asentadas. Y tomó todavía más fuerza este año, cuando la decisión de erradicar el campamento obligó la intervención de los organizamos competentes (municipio y Serviu), para mediar ante la firma ferroviaria y evitar que la gente quedara en la calle. El acceso a una vivienda básica vía subsidio fue la salida.

“Es emocionante, porque igual la casa propia es algo que no es fácil de obtener. Mi prioridad es tenerles una pieza bonita a los chiquillos y darles un mejor pasar, y que no sigan creciendo aquí, porque no es un lugar digno para ellos… y aspirar a mi libertad. Cuando tenga mi casa voy a sentir libertad y tranquilidad”, dice serena.

Mujeres esperanza

“¿Hay que pagar?”, pregunta de entrada Elga Muñoz, (46), cuando Angélica, presidenta del campamento le dice que las fotografías serán “para tener un recuerdo”. Oriunda de Chaitén, en Chiloé continental, Elga, también temporera, habita un precario espacio de madera junto a su hija y su hijo, desde que tenía 21 años. Algo reticente, porque “anoche se lluvió (sic) todo”, accede a mostrarnos el lugar donde por años ha funcionado su cocina.

“Ya, pase, acá vivo yo… Aquí vivimos mal. Esta cuestión se llueve todo y queda pasado a mea’o de gato. Me separé y me vine para acá de Carahue (Wallmapu) y no me devolví nunca más, porque no tengo nada que ir a hacer a Carahue. Tengo mi familia en Chaitén, pero ya no vuelvo más, porque estoy radicada en Paine…me siento painina”, exclama.

Elga dice estar feliz porque va a recibir su casa. La misma alegría expresa Angélica, que con 18 años en el ‘Nueva Esperanza’, dice ser “la más antigua”. Desde la caleta de Llico, en la región del Biobío, se vino a buscar un mejor pasar y dejó atrás el trabajo de alguera y el buceo, oficios que hizo suyos, como bien nacida hija de pescadores.

“Yo siempre luché por tener mi casa. Hace mucho tiempo que empecé a postular y ahora, cuando tengo 50 años, me van a entregar mi casa…feliz por eso. Igual va a ser una pena, porque cuando nos digan que tenemos que irnos va a ser una pena dejar esto, pero al mismo tiempo una alegría de ir a la casa nueva. Lo primero que voy a hacer es entrar a mi casa y darle gracias a Dios”, sentencia Angélica, cuando describe los sentimientos encontrados que la rodean.

Julio y el aliento de sus hijos

En diciembre de 2017, Julio (36), y luego de venir en varias ocasiones a Chile desde su natal Santa Cruz, en la medialuna de Bolivia, decidió ir por su familia para radicarse en Paine. Durante un tiempo vivieron hacinados en una pequeña pieza de una propiedad de calle Gilda Díaz. Allí compartieron baño y cocina con otras familias, en su mayoría coterráneos.

“Era muy complicado, porque vivían varias personas y teníamos que compartir la cocina, levantarnos super temprano para preparar comida y poder ir a trabajar. Había que hacer la fila para la cocina. El que se levantaba más temprano, cocinaba primero”, relata.

Julio dice haber encontrado (en Paine) “el hogar que uno siempre busca. Mis hijos están grandes y ahora toca luchar por ellos. Y eso es el aliento que se da uno para ir a trabajar”, asegura.

No hay tiempo

En la actualidad unas 114 mil familias habitan los 1.290 campamentos existentes en el país, según consignó en marzo de este año el Catastro Nacional (años 2022 a 2023), de la ONG Techo.

Tras largos y tediosos años de sobrevivir en la precariedad, las familias del ‘Nueva Esperanza’ no la tuvieron fácil. Retrasos y burocracia mediante, hizo necesario poner presión al gobierno local y, de esa forma, apurar el tranco. Organizados, pobladoras y pobladores se dieron a la tarea de ahorrar, a condición de no ser expulsados, y exigir plenas garantías de que “nos iríamos de aquí con la llave de nuestras casas en las manos”.

“Hoy a los vecinos no se les va a tirar a la calle, porque se movilizaron y consiguieron respuestas”, resume el concejal Jorge Molina.

Sin embargo, todavía hay algunos casos pendientes y este 30 de noviembre se cumple el plazo fijado para que el campamento deje de existir. El tiempo se agota y para algunas familias persiste la amenaza de quedar otra vez sin casa. Y eso, eso sería pisotear nuevamente un derecho siempre urgente y fundamental. Y más que acabar con un sueño, eso desvela el alma de la gente.